Julio Castro – La República Cultural
Es inevitable, cuando se habla de monstruos, que la mente haga su referencia a las criaturas de Mary Shalley, John Polidori o Lord Byron. Sobre todo cuando tienes algunos años. Sobre todo, cuando las persianas eléctricas te encierran en una especie de cripta antes de comenzar la función.
Pero ahí estamos y, la realidad es que, además del infernal calor que irá subiendo en esa noche de verano, acabaremos por encontrar que el Frankenstein femenino, nada tenía que ver con la novela original, y que la sangre que robaba el Vampiro está muy lejos de la que vertió el siglo XX en su extremada paranoia.
Abrir la puerta hacia dentro
Atormentada en su íntima soledad, desde donde nadie la comprende ni es capaz de comprender a nadie, Nadia Stalin, o Nadezhda Serguéievna Allilúyeva, la segunda mujer de Iósif Stalin, se pregunta a sí misma si alguna vez fueron felices en el matrimonio, si ella lo fue “¿o acaso llegué a ahogarme?”, duda.
El personaje llega analizado por Paula Iwasaki en su texto Al fondo, realizado durante taller de dramaturgia dirigido por Alberto Conejero, cuyas propuestas se ha encargado de dirigir y llevar a escena Salva Bolta. En este caso es Eva Rufo la encargada de dar vida a la mujer, que es sólo una quinta parte de la propuesta de conjunto que compone La mujer del monstruo, un compendio de cinco mujeres, parejas de algunos de los dictadores del siglo XX.
Ya sea porque el personaje era el más apropiado, ya porque la línea de trabajo se acerca mucho al perfil que se nos muestra de Nadia, o porque el trabajo escénico Eva Rufo y la dirección de Salva Bolta desgarran la soledad introvertida de mujer semiabandonada que apenas es capaz de decidir nada más que su propia muerte, de los cinco, es el que más me impacta.
Tras la rabia esta mujer llega a la poética ante la muerte. “En un país de funcionarios, la muerte es algo conmovedor”, espeta al vacío mientras justifica su vida, el amor inútil y las decisiones tomadas. A la vez enseña a la muerte sus dientes, en la condición orgullosa de ser mujer y poder decidir sobre el momento de su fin. Es una mujer dividida entre el amor corrompido por su marido, ya sea en sus aventuras o en el trato hacia ella como una menor, como alguien que debe tutelar “si yo soy hija tuya, ¿soy uno de tus niños vivos o de tus niños muertos?”, se pregunta al descubrirse en la vaguedad de una falsa relación.
Fascistas mayores y menores de la guerra
La amante del Duce, Margherita Sarfatti, se desnuda ante el rostro que va caricaturizando de él. Aquí es Amparo Vega-León la que en Pigmento pone en pie el texto de Nieves Rodríguez, y ofrece el perfil de un cuerpo por el que han pasado los años, frente al dibujo de un rostro apenas esbozado en el lienzo sobre el suelo, sobre el que se siente fuerte. Una de las que fuera ideóloga del fascismo italiano de Mussolini hasta que derivó definitivamente en la ideología nazi, repasa la relación que les enfrenta, cara a cara, Duce muerto y mujer viva “y tú mirarás este pedazo de carne vieja que se desnuda ante ti. Me mirarás mientras me muero, porque yo me muero”, le dice al simple rostro, como parte inevitable de lo que espera en la vida, para echar en cara el rencor que queda “frente a ti ceniza, frente a ti, ya sólo el cadáver de una mujer”.
Seguramente, esta es la puesta en escena más arriesgada, porque no dirige apenas nada a su entorno, ni al público, ni a sí misma, pero no trabaja con reflexiones, sino que las dirige al ser muerto que su recuerdo pinta en trazos simples, jugando tan sólo con el propio cuerpo y apenas con la luz puntualmente focalizada en escena.
En cambio, una cómica y retorcida Carmen Polo, es la que en La madre cósmica, de Sergio Martínez Vila, disfruta con la ridiculez de Francisco Franco, su marido muerto. En escena Ana Wagener recoge setas por los bordes de los caminos, quizá entorno al monte Avantos, cerca del espantoso Valle de los Caídos, y aprovecha para dar lecciones de humildad a quien no supo lo que era, por parte de quien tampoco la ha conocido. Hay un brutal símil acerca de los asesinatos de la gente por parte del fascismo, y la manera en la que se hizo para dar vida a la tierra, como a estas setas que va recogiendo. Un símil que, seguramente, los responsables y herederos de aquello, encontrarían “reparador” al justificar los muertos en fosas y cunetas. Habla de esa necesaria cesta de las setas, que sirve para esparcir las esporas “así se reproducen, es como devolver a la tierra parte de lo que te llevas”.
En este caso se nos presenta a una loca endiosada, mesiánica, que la actriz ha sabido ubicar muy bien “estoy como ahogada de luz todo el rato”, reflexiona, pero pronto la parte ridícula de aquellos franquistas vuelve al primer plano “y sobre todo desde lo de Felipe González, siento como si a cada paso hundiera mis pies en la tierra”.
Si el anterior equilibra más las imágenes con el texto, la Magda Goebbels de Carlos González Otero, con Isabelle Stoffel en escena, y que ha titulado María Magdalena, se orienta más hacia una visual estática entorno al cadáver, que ella limpia para convertir en su plato principal., mientras habla de futuro.
Y el post de la gran guerra
Tremendas herencias salieron de aquella primera mitad del siglo XX, pero el espantoso regalo de Elena Ceaucescu se encuentra muy cómodo en este texto de Xabier López Askasibar, Santa Elena de todos los polímeros, que ofrece a un personaje enloquecido tratando de recibir en Suecia el Premio Nóbel de Química o, en su defecto, el que sea. El formato alternativamente sereno e histriónico de Natalie Pinot se hace creíble, especialmente si pensamos que, además de la absurda situación, aquí no sabemos diferenciar entre la mujer del monstruo y el monstruo en sí mismo.
Pero queda el postre, que escribe Sergio Martínez Vila para las cinco mujeres y su encuentro al abandonar nuestro mundo: Comité de bienvenida, se titula. Son cinco seres en la nada, que no son capaces de asimilar su recuerdo, asumir sus errores, ni avanzar hacia ninguna parte.
Aunque aquí estamos viendo el resultado de una aproximación a la puesta en escena, creo que hay pasajes realmente prometedores en los trabajos, y que, aunque no se trata de profundizar en el horror de estas vidas, el hecho de la introspectiva del primer texto (Paula Iwasaki), y la manera de asumirlo por parte de Eva Rufo, le dan una clave que no está tan presente en el resto, hasta llegar a la absurda realidad de Elena Ceaucescu, y la manera de exponerlo Natalie Pinot.
Sin embargo, es preciso destacar la parte más humorística, que enfrenta y contrasta a la más trágica de las otras. Confiemos en un desarrollo que permita al público imbuirse de cada una de ellas en lo malo y en lo peor, y que no sea con el horrible calor de horno crematorio que sufrimos en su estreno durante el Frinje Madrid 2015.