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Julio Castro – La República Cultural
Parece un mal año para la cultura (como todos), cuando ahora nos llega la noticia de la muerte del escritor Henning Mankell. El sueco, prolijo autor de novela negra, en uno de los estilos más serios y de interés que podemos encontrar dentro del género policial y de suspense, sabe capturar la esencia de sus narraciones para dosificarlas entorno a una idea que siempre contiene de trasfondo el conflicto social.
Parece que el autor no sabía escribir sin compromiso, y encontró la manera de hacerlo en un magnífico estilo que se muestra heredero de las novelas de Maj Sjöwall y Per Wahlöö, otros dos autores suecos, predecesores de Mankell, que son precursores en dotar a la mera novela negra de estilo yanqui con otros elementos que, no sólo sazonan la trama de sus argumentos, sino que sumergen directamente a su lector en la sociedad de la que provienen.
La impresión que emana de las novelas de Henning Mankell es la de una sociedad entre lo urbano y lo rural, congelada en el tiempo de su frío ambiente, en la que el personaje principal, el policía Kurt Wallander, se aísla de su entorno a causa de su imposibilidad de relacionarse correctamente con amigos, familiares o compañeros de trabajo.
Wallander es un personaje peculiar, que tras el final de su primera saga, se ve sucedido por su hija Linda como protagonista. No obstante, aparte el personal estilo del autor, el principal interés de sus novelas residen en la cuestión de su implicación social, que no se limita a la frontera de las novelas, sino que se traducen en un compromiso personal del escritor, como ha sabido demostrar en numerosas ocasiones.
Luchador activo en lo político y en lo social desde una sociedad cada vez más racista, egoísta y tensa, vuelca sus esfuerzos en mostrarse solidario, no sólo en la parte económica de sus negocios literarios como autor, sino en la dedicación a la acción en países en desarrollo en Áfica, y en su viaje hace pocos años embarcado dentro de la Flotilla de la Libertad, para tratar de romper el bloqueo de Israel contra Palestina. Una aventura que, como ya se conocía, salió mal, pero que él fue uno de los exponentes que lograron dar visibilidad a la brutalidad de las fuerzas israelíes, y, seguramente, contribuir a minimizar la tragedia ocurrida, con los asesinatos cometidos contra l@s voluntarios de la paz. A partir de este pasaje de su vida, publicó su reportaje Diario de un viaje al horror. En él denuncia la brutalidad contra una acción completamente pacífica y humanitaria: “Un único ejemplo debería bastar. Justo a mi lado, un hombre se niega a dejar sus huellas dactilares. Acepta que lo fotografíen, pero ¿las huellas? No ha cometido ningún delito. Opone resistencia. Y lo golpean hasta que cae al suelo. Luego se lo llevan de allí. Quién sabe adónde. ¿Cómo calificar semejante acción? ¿Repugnante? ¿Inhumana? Elijan libremente”.
Quien quiera sumergirse en la labor de un gran autor, sabrá apreciar su literatura rápidamente y verse atrapado en ese mundo oscuro que disecciona jornada a jornada en las novelas. Pero el público debe saber que tanto dentro como tras las páginas, el autor fue siempre más allá.
Hoy se nos va un tremendo autor y un gran hombre que, identificado con su personaje, o con un personaje que identificaba con él, supo y quiso dar vida a su acción personal. La enfermedad no perdona, así que esta tarde, tras un año de lucha para continuar en la brecha, nos abandona y nos deja dos enormes legados: su literatura y su compromiso. Que no sea en vano.
Pero cerrando con sus propias palabras publicadas en el diario El País el 6 de junio de 2010: “Ahora queda todo lo que debemos hacer para no despistarnos del objetivo: conseguir que se levante el brutal bloqueo de Gaza. Lo conseguiremos. Detrás de ese objetivo aguardan otros. La desarticulación de un sistema de apartheid lleva tiempo. Aunque no una eternidad”.
