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La chica de seda artificial, de Irmgard Keun - LaRepúblicaCultural.es - Revista Digital

En el verano de 1936 el director de cine Géza von Cziffra fue a visitar a unos amigos al balneario de Bredene-sur-Mer, en Bélgica. Ellos eran el periodista Egon Erwin Kisch y Gisella, su esposa, los cuales habían sido deportados de Alemania hacía poco, después de que él pasara un tiempo en la prisión de Spandau. Mientras conversaban acerca de la producción de un film sobre la vida del desdichado káiser Maximiliano, dos personas llamaron a la puerta y se unieron a la charla. A Cziffra, que es quien cuenta la historia, una de ellas le resultaba familiar desde que, más de una década atrás, frecuentaba el Romanisches Café de Berlín. Joseph Roth, pues de él se trataba, se le apareció algo envejecido, sin duda a causa de dos razones que Cziffra conocía bien: su afición al alcohol y su absurdo estilo de vida bohemio. La otra persona, una hermosa y joven mujer, era desconocida para él pero no para los Kisch. Fue sin embargo Roth el que la presentó: “Ésta es Irmgard Keun”, le dijo; “la chica de seda artificial”.

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La chica de seda artificial, de Irmgard Keun

Libros, encuentros y viajes

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Portada del libro de Irmgard Keun.

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Portada del libro de Irmgard Keun.

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José Ramón Martín Largo – La República Cultural

En el verano de 1936 el director de cine Géza von Cziffra fue a visitar a unos amigos al balneario de Bredene-sur-Mer, en Bélgica. Ellos eran el periodista Egon Erwin Kisch y Gisella, su esposa, los cuales habían sido deportados de Alemania hacía poco, después de que él pasara un tiempo en la prisión de Spandau. Mientras conversaban acerca de la producción de un film sobre la vida del desdichado káiser Maximiliano, dos personas llamaron a la puerta y se unieron a la charla. A Cziffra, que es quien cuenta la historia, una de ellas le resultaba familiar desde que, más de una década atrás, frecuentaba el Romanisches Café de Berlín. Joseph Roth, pues de él se trataba, se le apareció algo envejecido, sin duda a causa de dos razones que Cziffra conocía bien: su afición al alcohol y su absurdo estilo de vida bohemio. La otra persona, una hermosa y joven mujer, era desconocida para él pero no para los Kisch. Fue sin embargo Roth el que la presentó: “Ésta es Irmgard Keun”, le dijo; “la chica de seda artificial”.

Tenía poco más de treinta años y estaba casada con el escritor Johannes Tralow, autor de novelas históricas que vivía en Alemania. Keun, que en su adolescencia quiso ser actriz y estudió interpretación en Colonia, se dedicaba también a la literatura y había publicado ya dos novelas de éxito: Gilgi, una de nosotras, que apareció en 1931, y La chica de seda artificial, que fue publicada al año siguiente. La ex actriz se había iniciado en la escritura por consejo de Alfred Döblin, y no poco del tono nacional-popular, realista y directo de la obra maestra de aquél, Berlín Alexanderplatz, se había transferido a estas juveniles novelas de Keun, novelas modernas en el sentido más amplio de la palabra, novelas feministas, además, que, escritas con inteligencia y humor, habían caído como una bomba en las postrimerías de la República de Weimar. Nada parecido se había leído antes en lengua alemana, y mucho menos escrito por una mujer. Ahora, sin embargo, sus libros estaban confiscados y prohibidos en Alemania. Libros del asfalto, decían de ellos los promotores culturales del Reich, para quienes lo genuinamente alemán debía ser ante todo rural y campestre, además de insípido. Keun había emprendido una pugna con las autoridades a fin, primero, de enterarse de por qué sus libros estaban prohibidos, y, segundo, con el propósito de obtener una indemnización por los perjuicios causados. Tras presentar su reclamación en diversas instituciones, no obtuvo ni una cosa ni otra. Y he aquí que Irmgard Keun tiene que marcharse de Alemania, única rubia natural y aria por los cuatro costados en un exilio que es principalmente judío. Así que se despide de su marido, coge un tren y se va a Ostende para disfrutar del aire limpio del Mar del Norte. Es mayo.

Allí están todos, una pequeña colonia de escritores de expresión alemana prohibidos en su país y que tampoco son ya alemanes. El primero con el que se encuentra es Hermann Kesten, quien junto a Walter Landauer dirige Allert de Lange, una de las dos editoriales alemanas de Ámsterdam (la otra es Querido). Nada más llegar a Ostende recibe nuestra autora trescientos florines en concepto de anticipo por su próxima novela, que todavía no ha empezado a escribir. También se encuentran en Ostende Stefan Zweig y Joseph Roth, que han formado una especie de asociación fraterno-literaria que el primero de ellos se toma siempre en serio; el segundo, sólo a veces. El verano que van a pasar en Ostende está cargado de buenas intenciones literarias, pero además Zweig se ha propuesto salvar a su amigo de la bebida, vestirle y hacerle comer al menos una vez al día. La aventura de este verano tiene para Zweig otro motivo un poco menos confesable, y es que se ha llevado allí a su secretaria, Lotte Altmann, que ahora también es su amante. Ella se deja ver por los bistrós con su máquina de escribir mientras él recibe cartas de su esposa, Friderike, que está en Viena, en las que le dice que allí las cosas no están tan mal y le advierte de la perfidia de su secretaria, a la que entre amigos llama “la víbora”.

Todo esto resulta muy humano y un poco loco, igual que los libros que unos y otros escriben o proyectan escribir. Entre ellos aparece Kesten, siempre donde se le necesita, repartiendo anticipos por novelas que nadie sabe con certeza si podrán publicarse algún día: “Él es”, anota Zweig, “el padre tutelar de todos los dispersos por el mundo”. Al conocerse la noticia de que ha empezado una guerra civil en España hay una reunión en casa de los Kisch, y Arthur Koestler se ofrece a ejercer funciones de espía en el Estado Mayor de Franco. El propio Kisch dirigirá un batallón de las Brigadas Internacionales.

El primer encuentro entre Roth y Keun no parece muy prometedor. Él reprocha a la joven que haya tardado tres años en escapar de Alemania, pero se ablanda al conocer por ella misma las múltiples gestiones que ha hecho en el país de Hitler en defensa de sus derechos de escritora. Pasarían dos años juntos recorriendo todas las estaciones del exilio: París, Bruselas, Varsovia, Ámsterdam. Se cuenta en la colonia de ex alemanes de Ostende que también la joven pretende alejar a Roth de la bebida, mientras él se propone justo lo contrario: que ella lo acompañe. Es probable que al final él se salga con la suya, según la opinión general. Keun, cuyo marido se niega a divorciarse, pide consejo a Roth, y él sugiere enviarle un telegrama en el que le informe de que aquí se acuesta con negros y judíos. Keun obtuvo el divorcio al año siguiente, pero no se casó ni con Roth ni con nadie. “Fue más una gran amistad que un gran amor”, explicó más tarde.

Hay un aliento en este veraneo de Ostende: un aliento de guerra, de persecución, de incertidumbre, de inminencia del fin del mundo. Y de rara libertad que debe saborearse con ansia porque pasará pronto. Las novelas deben acabarse porque para vivir hace falta otro anticipo, de manera que Roth, que pocas veces ha escrito con esmero, está lejos de lograr aquí sus mejores páginas, pero en cambio alcanza algunas de sus mayores borracheras. Está más brillante e ingenioso que nunca, pero se le hinchan las piernas y todas las mañanas su joven novia tiene que sujetarle la cabeza mientras vomita en el váter. Es entonces, seguramente, cuando Irmgard Keun comprende que el viaje de él es de los que uno tiene que hacer solo.

Zweig y otros exiliados se bañan en el Mar del Norte; Roth, para quien el mar representa un exceso innecesario de elemento líquido, no se baña nunca. Se los ve pasear y sobre todo en las tabernas, y es difícil imaginar que dentro de poco algunos de ellos estarán muertos. Una historia de ese verano está recogida en Ostende 1936, El verano de la amistad, libro de Volker Weidermann que se publicó en España el año pasado. Nuestra Irmgard Keun iba a sobrevivir a Ostende, a Hitler, a la guerra, al fin del mundo e incluso a Roth. Cuando poco tiempo después ya no haya ningún sitio adonde ir, ni siquiera en el exilio, aprovechará que el Daily Telegraph ha dado la noticia de su suicidio para regresar a Alemania, donde vivirá de incógnito gracias a la documentación falsa que le facilitó un miembro de las SS de Holanda. Olvidada durante muchos años, su obra empezó a ser recuperada en los setenta, habiendo publicado sus novelas entre nosotros la editorial Minúscula.

Cuenta la primera, la ya mencionada Gilgi, una de nosotras, la vida de un tipo de mujer urbana que no iba a tardar en ser odiado y desterrado por el nazismo. Gilgi quiere ser independiente, libre y moderna, tanto que algunos de los pasajes del libro bien podrían haberse escrito hoy mismo. La acción transcurre en Colonia. Gilgi es mecanógrafa, tiene veinte años y vive con sus padres. Pero estos, que son de condición humilde, no son sus verdaderos padres, según la confesión que le hace su madre adoptiva el día que Gilgi cumple veintiún años. Perdido su empleo, la muchacha ve partir a su amiga Olga, que se dirige a Berlín para hacer fortuna. Otro amigo, el antipático Pit, es socialista, toca el piano en tugurios de mala muerte y no parece que pueda o quiera servirle de ayuda. Será él, sin embargo, quien estará a su lado al final, cuando Gilgi, tras separarse de su amado Martin, del que está embarazada, tome el tren con destino a Berlín, en el inicio de un viaje tan cargado de ilusiones como de incertidumbres. Ya este libro, que se publicó por entregas en la revista socialdemócrata Vorwärts, presenta el rasgo principal de los que le sucederán: la inmediatez, pues lo que se narra en él es el ahora mismo de la autora y de su tiempo.

De las escritas por Keun, La chica de seda artificial es la novela más celebrada y la que cuenta con mayor número de ediciones, en parte a causa del éxito de la adaptación teatral que hizo la autora y que, en forma de monólogo, se representa hoy en Alemania con frecuencia. Su protagonista es Doris, otra muestra de esa mujer del asfalto a la que pertenecía Gilgi, joven que aquí se nos aparece, como una continuación de la anterior, ya en Berlín y equipada con un abrigo (que ha robado) y una maleta. El libro contiene una descripción de la vida cotidiana en la capital alemana en vísperas del triunfo nazi, descripción que lo es de un período de crisis, de los cafés y cabarets, de los burdeles, de los puestos de venta ambulante y de las colas de desempleados. Por todos esos lugares transita Doris, una joven sin recursos pero esperanzada, totalmente ajena sin embargo a cualquier idea concreta referida al futuro. Ella ama, bebe y sueña. Y dice: “Cuando hablo contigo de este modo, me siento mejor. Qué tortura. Sin embargo, yo tampoco sé de qué voy a vivir mañana, esa es la diferencia entre nosotros. Porque yo seré siempre la chica de la sala de espera. Besé tu mano, tenías una mano con dedos tan delicados que no se atrevían a tocar a una mujer, pensando siempre que se rompería si la acariciabas. Después me fui. Estuve a punto de vomitar en la escalera, consumida por la tristeza y la desgracia”.

Después de medianoche es una de las novelas que nuestra autora escribió en el exilio, y fue publicada en 1937 por la editorial Querido de Ámsterdam. Ambientada en Frankfurt, la novela constituye un fiel documento de la vida en el Reich tras la aprobación de las leyes raciales. Sanna, la protagonista, proyecta abrir con su novio, Franz, una tabaquería, pero el proyecto se frustra por la repentina detención del novio, a causa de la delación de un vecino. Asistimos aquí al retrato de una sociedad dominada por el miedo y la desconfianza, todo ello en torno a un acto de propaganda en la Opernplatz en el que tiene parte Hitler, y a la consiguiente huida. Como novela de exilio, pueden rastrearse en sus páginas el estado de ánimo y los problemas de los escritores que ya habían sido prohibidos o que estaban a punto de serlo por el nazismo. Conciencia cáustica de ese exilio literario es Heini, personaje locuaz y bebedor en cuyas opiniones encontramos ecos de las de Joseph Roth acerca de la situación europea y la posición de los intelectuales antifascistas.

Por último, Niña de todos los países, publicado por Querido en 1938, es también libro del exilio, pero protagonizado esta vez por una niña, Kully, que ha de llevar una vida “internacional” junto a su madre, de hotel en hotel, mientras aguardan el dinero que debe enviarles su padre. La protagonista de diez años inspecciona el trastornado mundo que encuentra en diversas ciudades europeas y finalmente también en Nueva York, en lo que constituye una dramática y a la vez divertida crónica de la emigración forzosa. La niña, que no tiene nada de cándida, relata las vicisitudes de sus padres y las propias con la desenvoltura de quien encuentra natural la vida azarosa y nómada del refugiado.

Hoy la obra de Irmgard Keun ha sido felizmente recuperada y en su país ocupa el lugar que se reserva a los clásicos. A este tesoro literario le falta, en cambio, el debido reconocimiento fuera de Alemania, cosa que ahora puede empezar a cambiar también en castellano. Pues se trata de una obra necesaria en nuestro tiempo, lúcida, humorística y trágica cuando debe serlo, siempre sincera, y, desprovista como está de grandes pretensiones intelectuales, profundamente sabia. Casi única mujer entre hombres, Keun nos ha dejado en sus páginas el testimonio original de una época de la que la literatura, sin ella, no lo habría dicho todo.

DATOS RELACIONADOS

Novelas de Irmgard Keun en la editorial Minúscula:

Título: Gilgi, una de nosotras
Traducción: Carles Andreu
Primera edición: 2011
Formato: 19 x 14 cm. 216 páginas
ISBN: 978-84-95587-81-7

Título: La chica de seda artificial
Traducción: Rosa Pilar Blanco
Primera edición: 2004
Formato: 19 x 14 cm. 173 páginas
ISBN: 978-84-95587-20-6

Título: Después de medianoche
Traducción: Carmen Gauger
Primera edición: 2001
Formato: 19 x 14 cm. 162 páginas
ISBN: 978-84-95587-06-0

Título: Niña de todos los países
Traducción: Antón Dieterich
Primera edición: 2010
Formato: 19 x 14 cm. 165 páginas
ISBN: 978-84-95587-67-1

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