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Masuji Ibuse y los cincuenta años de Lluvia negra - LaRepúblicaCultural.es - Revista Digital

El viaje que Barack Obama hizo a Hiroshima el pasado mes de mayo fue el primero de un presidente estadounidense a una de las ciudades sobre las que se lanzó la bomba atómica. Según explicó entonces el asesor de la presidencia Ben Rhodes el objeto del mismo no era ni pedir perdón ni cuestionar el uso que Estados Unidos hizo al final de la Segunda Guerra Mundial del armamento atómico, sino más bien “ofrecer una visión centrada en nuestro futuro compartido y reconocer el tremendo y devastador coste humano de la guerra”. Según los entendidos, la visita a Hiroshima fue una muestra de la conocida costumbre de los presidentes norteamericanos, al final de su mandato, de dejar para la posteridad algún que otro gesto benévolo en la política internacional. En este caso, más prosaicamente, debía servir también para reforzar la alianza americano-japonesa frente al creciente poderío chino. Un viaje y un gesto, los del premio Nobel de la paz Obama, en virtud de los cuales un concreto acto de guerra sufrido por la población civil ha venido a convertirse tiempo después en ilustración abstracta y libre de culpa del “poder autodestructivo del ser humano”.

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Masuji Ibuse y los cincuenta años de Lluvia negra

Una crónica de la muerte y la supervivencia

Lluvia negra
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Lluvia negra

Portada del libro de Masuji Ibuse que publica Libros del Asteroide.

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Lluvia negra

Portada del libro de Masuji Ibuse que publica Libros del Asteroide.

DATOS RELACIONADOS

Título: Lluvia negra
Autor: Masuji Ibuse
Prólogo: Jorge Volpi
Traducción: Pedro Tena
Editorial: Libros del Asteroide
Primera edición: 2007
Formato: 20 x 13 cm. 408 páginas
ISBN: 978-84-935448-3-6

José Ramón Martín Largo – La República Cultural

El viaje que Barack Obama hizo a Hiroshima el pasado mes de mayo fue el primero de un presidente estadounidense a una de las ciudades sobre las que se lanzó la bomba atómica. Según explicó entonces el asesor de la presidencia Ben Rhodes el objeto del mismo no era ni pedir perdón ni cuestionar el uso que Estados Unidos hizo al final de la Segunda Guerra Mundial del armamento atómico, sino más bien “ofrecer una visión centrada en nuestro futuro compartido y reconocer el tremendo y devastador coste humano de la guerra”. Según los entendidos, la visita a Hiroshima fue una muestra de la conocida costumbre de los presidentes norteamericanos, al final de su mandato, de dejar para la posteridad algún que otro gesto benévolo en la política internacional. En este caso, más prosaicamente, debía servir también para reforzar la alianza americano-japonesa frente al creciente poderío chino. Un viaje y un gesto, los del premio Nobel de la paz Obama, en virtud de los cuales un concreto acto de guerra sufrido por la población civil ha venido a convertirse tiempo después en ilustración abstracta y libre de culpa del “poder autodestructivo del ser humano”.

La bomba atómica fue arrojada sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945, y causó unos ciento sesenta mil muertos. Otras personas murieron después a causa de la radiación, y se estima que la cifra actual de supervivientes, todos ellos como mínimo octogenarios, es de ciento cincuenta mil. Estas víctimas de la radiación, a las que en Japón llaman hibakusha, han tenido que convivir durante décadas con las secuelas de la enfermedad, y en algunos casos las sufren todavía. Estas secuelas son variadas, y como ha podido documentarse suelen culminar en forma de cáncer y leucemia. Del calvario físico y moral por el que han pasado estos supervivientes se conocen hoy numerosos testimonios que en gran parte se deben a la Asociación de Supervivientes de la Bomba Atómica, de la que existen diversas secciones, una de ellas en Estados Unidos, donde residen alrededor de mil hibakusha que reciben una pensión del Estado y son sometidos a chequeos médicos cada dos años. A los efectos de los bombardeos sobre Hiroshima y Nagasaki está dedicado el Museo de la Paz que se inauguró en la primera de esas ciudades en 1955, el cual, pese a su atroz contenido, según afirmó hace poco el presidente de la asociación de afectados Sunao Tsuboi, “no puede compararse con las imágenes que todavía guardamos en la memoria”.

De la memoria, de la bomba, de la muerte que acarreó y de sus supervivientes tratan multitud de libros escritos por testigos que sobrevivieron y por cronistas que los entrevistaron. Uno de ellos es la novela de Masuji Ibuse Lluvia negra, que se publicó hace ahora cincuenta años. No fue el que dio inicio a esta saga, aunque sí es, tal vez, el más difundido. Antes de su publicación, las primeras noticias que se tuvieron en Occidente de los efectos de la bomba atómica las había proporcionado el periodista estadounidense John Hersey, quien recibió del editor de New Yorker William Shawn el encargo de visitar Hiroshima nueve meses después del bombardeo. Hersey permaneció en Japón unas semanas, y a su vuelta redactó un extenso artículo al que tituló Hiroshima y que se publicó en agosto de 1946. Otro periodista, el austríaco Robert Jungk, se trasladó a Hiroshima en 1957, y dos años más tarde publicó en Berna su novela Strahlen aus der Asche (Los rayos de las cenizas), primera contribución literaria dedicada a la descripción de los efectos de la bomba atómica escrita en Europa. En sus diversos textos sobre Hiroshima, Jungk detalló entre otras cosas la visión de futuro de los gobernantes japoneses, que a las dos semanas del bombardeo iniciaron la construcción de una red de prostíbulos a fin de atender las necesidades de los soldados americanos que se disponían a ocupar el país. Igualmente narró el modo en que los médicos de las autoridades de ocupación indagaron la naturaleza de las lesiones que presentaban los heridos y enfermos con fines de investigación, a la vez que se negaban a tratarlos. Jungk llegaría a ser un destacado activista antinuclear, y en 1992 se presentaría como candidato del Partido Verde a las elecciones presidenciales que tuvieron lugar en su país.

Pero los testimonios más completos acerca del bombardeo de Hiroshima son los que suministraron dos escritores japoneses, los cuales figuran entre los más notables de la literatura nipona del siglo pasado: Kenzaburo Oé y el ya citado Masuji Ibuse. Ambos testimonios se publicaron entre 1965 y 1966. El de Oé, Cuadernos de Hiroshima, es un reportaje en el que el autor se aproxima a las víctimas de la bomba, los hibakusha ancianos y condenados a la soledad y las mujeres desfiguradas, pero sobre todo a los médicos que con escasos recursos trataban de combatir las consecuencias de la radiación. Los horrores a los que tuvo acceso Oé le sirvieron para formular una reflexión que trascendía a los propios acontecimientos de los que trataba el libro, reflexión que se refiere al heroísmo cotidiano, al rechazo a sucumbir a la tentación del suicidio y al asombro suscitado por la obstinada dignidad humana.

El de Ibuse se publicó originariamente por entregas en la revista Shincho en 1965, habiendo aparecido en forma de libro al año siguiente. Ibuse había nacido en el distrito de Kamo, en Hiroshima, y tras estudiar literatura francesa en la Universidad de Waseda en Tokio empezó a escribir relatos alegóricos protagonizados por animales y novelas históricas. Durante la guerra trabajó en el departamento de propaganda, y vivió el final de la misma y el bombardeo de Hiroshima en su pueblo natal. Tenía por entonces cuarenta y siete años. Para la redacción de Lluvia negra se sirvió de sus propias experiencias, de las de familiares y amigos y de otras que conoció en los años que siguieron a las explosiones atómicas y al final de la guerra.

El libro narra los acontecimientos que se sucedieron en diez días, entre el bombardeo y la rendición de Japón. Pero no los describe cronológicamente, pues los hechos aparecen como evocación en el marco de un presente narrativo varios años posterior. Responsable de esta evocación es Shigematsu Shizuma, superviviente de la explosión que vive con su esposa y su sobrina Yasuko en el pueblo de Kobatake. Yasuko, joven casadera que trabajó en la misma fábrica textil de la que era gerente su tío, es una enferma de la radiación, una de los miles de hibakusha que trataban de rehacer su vida tras la explosión de la bomba atómica. Ella ha recibido una propuesta de matrimonio, pero la familia del pretendiente alberga dudas acerca de su salud. Para asegurarse, la familia se sirve de un intermediario, el cual se presenta en el pueblo a fin de conocer el estado de la joven. Consciente de que los informes que pueden reunir los familiares del prometido no son muy favorables para el futuro de su sobrina, Shigematsu decide poner en limpio las anotaciones de su diario de los últimos días de la guerra, a fin de ponerlos a disposición de aquéllos. La memoria del bombardeo, pues, que ha estado durante años pudorosamente guardada en un baúl (como de hecho sucedió en todo Japón), sale a relucir tardíamente, con el objeto de que Yasuko se case.

Pronto, sin embargo, el ejercicio evocador de Shigematsu, lleno de heridas reales y figuradas que aún no se han cerrado, cobra sentido por sí mismo, y crece como actividad autónoma a la que se van sumando otros recuerdos, empezando por los de su esposa. Hábilmente el autor combina el presente narrativo con ese pasado que se recrea hasta componer un cuadro completo y coral en el que se acumulan los testimonios de la tragedia, desde el momento de la explosión hasta el hacinamiento de los heridos en hospitales improvisados a los que, tras un penoso éxodo, llegaron casi siempre para morir o para comprobar que el suyo era un mal desconocido que carecía de tratamiento. Entre un punto y otro de ese camino el lector deberá poner a prueba sus nervios y la fortaleza de su estómago, a fin de soportar la dureza de las imágenes que, implacablemente, se le presentan.

Los fugitivos de la bomba son seres fantasmales y desollados cuya piel se desprende a tiras, que exhiben sus vísceras y huesos y que en medio de la desorientación en la que se encuentran ven caer sobre ellos, desde lo alto del hongo radioactivo, la lluvia negra, lluvia que aún empeorará sus heridas y a las que todavía, días y semanas después, les aguardará un nuevo horror: el de las larvas. Los insectos se reproducen de manera insospechada, algunas plantas crecen monstruosamente a la vez que otras se extinguen, como los peces de ríos y estanques y las aves. Pese a todo, la metáfora que nos presenta Ibuse es exacta: a fin de que los jóvenes vuelvan a tener algo parecido a lo que se llama una vida normal es preciso recordar esto, recordarlo para evitar que se repita.

Pero el libro de Ibuse no es una mera descripción de miserias humanas. El protagonista, Shigematsu, nos informa aquí y allá, como de pasada, de las conflictivas relaciones que hacia el final de la guerra existían entre el ejército y la población civil, de la solidaridad entre vecinos y desconocidos y de la vida cotidiana. Del mismo modo el autor, a la manera de reliquias, deja en las páginas del libro signos de una memoria anterior, la de un Japón que también fue destruido por la bomba y que estaba habitado por dioses y duendes, fiestas agrícolas tradicionales y juegos infantiles.

En 2002 el Ayuntamiento de Hiroshima emprendió un proyecto con el fin de que los “sucesores”, los hijos y nietos de quienes sobrevivieron a la bomba, no la olviden. En la actualidad hay ya ciento cuarenta y dos “sucesores” que han contribuido al mantenimiento de esta memoria colectiva mediante fotografías, diarios y otros documentos de la época. “Devolvednos nuestra humanidad”, decía el poeta, enfermo de radiación, Sankichi Tōge, cuyo testimonio personal es parte de dicho proyecto. Otro superviviente escribió: “Todavía recuerdo el contacto de la mano de una mujer horriblemente desfigurada que agarró mi tobillo implorando agua”. Y otro dice: “Uno cualquiera de los supervivientes es el eco de las voces de los muertos”. A propósito de este proyecto el presidente de la Asociación de Supervivientes de la Bomba Atómica, Sunao Tsuboi, ha afirmado que “no se trata de reunir hechos, sino los sentimientos de las víctimas, el dolor que no se muestra, porque hay una parte de verdad indecible en lo que vivimos”. A tratar de expresar esa parte de verdad indecible se han puesto la literatura y el arte.

Así, en efecto, la saga de narraciones sobre la bomba atómica no se ha interrumpido. La novela de Ibuse dio lugar en 1989 a una adaptación cinematográfica dirigida por Shōhei Imamura que fue premiada en Cannes. Hace unos años se tradujo al castellano Diario de Hiroshima, del médico Michihiko Hachiya, quien prestaba servicio en el Hospital de Comunicaciones de Hiroshima el día del bombardeo. Y el año pasado empezó a publicarse en España Pies descalzos, manga monumental de dos mil quinientas páginas en cuatro volúmenes que está considerado como una de las obras maestras del cómic y del que es autor Keiji Nakazawa. Igualmente, este verano el Museo dell’Ara Pacis de Roma ha exhibido una muestra de fotografías de Ken Domon, maestro del realismo que fue uno de los primeros fotógrafos que ilustró la vida de los habitantes de Hiroshima tras la explosión atómica. De su obra afirmó el mencionado Oé que era “la primera del arte moderno que afronta el tema de la bomba atómica hablando de los vivos, y no de los muertos”.

A unos y a otros se refirió nuestro Masuji Ibuse, quien, citando palabras del budista Sermón de la Mortalidad, anotó en Lluvia negra: “Así se plegaran las rosáceas mejillas de la mañana al manto de la calavera nocturna. Un cambio de viento en un suspiro habrá cerrado los brillantes ojos”.

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