Itziar Hernández – La República Cultural
es la danza condecorando la pantomima
[…] es la estética tintada de tragedia
[…] es una bailarina en las redes de un poeta”.
(Hugo Pérez de la Pica)
Considerada madre de la danza contemporánea, Isadora Duncan fue una mujer, sobre todo, irreverente, dolida, aferrada al público como salvación y a la enseñanza en sus escuelas, donde sus pupilas sustituían, quizá, a los hijos que había perdido. Una mujer de escándalos artísticos y públicos, de amores bisexuales y tumultuosos, que se subió al coche que la llevaría a la muerte gritando aquello de: “Adieu, mes amis! Je vais à la gloire!”.
Pero la Isadora que nos descubre Beatriz Argüello es, ante todo y sobre todo, el alma femenina de una mujer que la ofrece a los presentes descarnada y sin defensa. Acompañada excelentemente al piano por Mikhail Studyonov, que la sigue y la interpreta con una exactitud, fruto, seguro, de innumerables horas de trabajo juntos.
Se nos presenta, primero, la bailarina que rompe con lo clásico, desprendiéndose, tras la Muerte del Cisne, de su plumaje, del corsé, los tocados extraordinarios y el maquillaje que se estilaba en la época en que Isadora comenzaba a bailar.
Luego, la corporalidad de la poesía trascendente de Walt Whitman que la Duncan nombraba entre sus inspiraciones. La tendencia a lo griego. La educación del cuerpo para responder a movimientos casi abstractos para los que no se formaba.
La bailarina adopta, entonces, los azulados velos del agua. Su cuerpo, ya obediente, se mueve imitando a las olas, rodeado por el discurso del dolor y la muerte que no ceja pese a la gloria de Isadora. Viaje a Rusia. Música triunfal. Discurso proletario, deducimos, puesto que la artista lo grita en ruso. Pero entendemos. La madre de la danza moderna acoge en su seno a los niños que desean seguirla, en un país que la entiende por fin, en el que no es la transgresora, sino la personificación de un arte nuevo.
Decadencia. Y las palabras más sinceras, más abiertas, más densas de la representación. Los escándalos, pormenorizados en versos de cadencias suaves, casi livianos, contradiciendo el peso de su contenido, se justifican “porque no puedo olvidaros”. ¿A quién?, se pregunta el público. ¿No olvida la antes triunfal Isadora al público que ahora la huye? O, si conocemos su historia, es a sus hijos muertos accidentalmente a quien intenta borrar con la absenta y los amores de puerto. ¿O es a sus amantes? A la Duse, a quien menciona, preguntándose cómo sobrevive cuando se quita el disfraz de la escena. A quien la quiso y ya no la quiere. Al dolor que no la abandona.
Y, cuando Isadora es ya solo un fantasma de lo que era, tras 60 minutos de emociones (gritadas, en cierto momento, incluso a la calle), Beatriz, tras forzar los músculos y los tendones de la bailarina disciplinada que es para dar cuerpo a las emociones de un alma que sufre, ni más ni menos que como otras almas, que como las nuestras, se convierte de nuevo en la Isadora triunfal de las antiguas fotos que conocemos y se despide de un público confuso, que quizá esperaba la muerte de la chalina, con los gestos grandiosos de la diva que sí, esta vez, marcha hacia la gloria.