Eliane Hernández Montejo – La República Cultural
Es la noche antes del último día del año. La ciudad permanece envuelta en la niebla, que se mezcla sin ningún pudor con el vaho que exhalan los pocos osados que se atreven a transitar por sus calles. Mientras, en el interior, la casa permanece en silencio, iluminada tenuemente por el resplandor que se cuela a través de su gran vidriera emplomada, bañando todo con una agradable luz azulada.
De pronto, el silencio se ve interrumpido por una suave música que poco a poco inunda todas las estancias. Y, arropada por el ritmo del vals Froufrou, la cortesana con abanico comienza a moverse. El titubeo inicial al levantar el pie derecho, enfundado en un elegante zapato de seda, rápidamente se ve acompañado por el movimiento del elegante abanico adornado con flores y plumas, mientras mueve la cabeza a un lado y a otro observando la estancia, y termina por acercar delicadamente los anteojos a su rostro para captar cada detalle.
Hace ya más de un siglo que su presentación en el salón de la casa causó admiración entre las damas reunidas especialmente para la ocasión. Su cabeza y pecherín de biscuit, su vestido, una pieza exclusiva realizada con seda lisa y brocada, y sus llamativos ojos azules centraron todas las miradas hasta que el mecanismo, oculto en la base sobre la que se sienta, se puso en marcha, y la sorpresa inicial ante sus movimientos dio paso a los aplausos de satisfacción.
Y mientras ella permanece inmersa en sus recuerdos, nuevas músicas de unen a las dos escogidas especialmente para ella, y los demás autómatas comienzan su ritual anual a su alrededor. La española con mandolina acaricia rítmicamente el instrumento de madera y nácar, la bailarina de vals inclina grácilmente su cuerpo hacia un lado mientras gira sobre sí misma, el payaso acróbata realiza sus ejercicios de equilibrio sobre la escalera, la lectora sobre canapé (una moderna, con pantalón de seda) se recuesta y vuelve a incorporarse intentando encontrar la postura ideal para disfrutar de la lectura, y el gran glotón, Gargantúa, aprovecha esta nueva ocasión para degustar los tres platos de comida colocados en la mesa ante la que se encuentra sentado.
Por su parte, rodeada de inmóviles figuras de bronce Viena, una grácil bailarina mora realiza solitaria su danza, moviéndose sensualmente al ritmo del resto de autómatas, puesto que carece de música propia. Después, cuando termina, poco a poco, los demás muñecos de porcelana, van volviendo a su posición original, intentando quedar exactamente como al principio, cuando la noche cayó sobre Salamanca y el museo cerró sus puertas al público. Sin embargo, al día siguiente, a cualquier visitante habitual le bastará con una rápida visita para comprobar que esa fue la noche de los autómatas.