Itziar Hernández – La República Cultural
Encontrar a Jardiel el ritmo frenético sin cansar, el tono cincuentero sin que suene gracitamoralesco, el punto actual sin salir de los chistes casi de época, no es posible si no se dirige un reparto que domina los tiempos y la prosodia.
Mi obra favorita de Jardiel es, posiblemente y pese a sus debilidades, Eloísa está debajo de un almendro. Adoro la innovación de su comienzo: ese cine en un escenario, el rápido intercambio de refranes, la aparición de la gran diva hollywoodiense en un barrio de Madriz…
Solo faltaba Eloísa, debió de pensar Ernesto Caballero, y le dio la alternativa en su adaptación de Un marido de ida y vuelta. A ella, la oportunidad de debutar y, a Jardiel Poncela, de intentar explicarse. De contarnos cosas de su vida. De protestar un poco por el plagio de su amigo Noel Cowar. De hablarnos de su perro Bobby y de sus líos con las mujeres. Pero, sobre todo, ofrece al público la ocasión de disfrutar del mejor Jardiel.
Es manido hablar de cómo funcionan en escena los mecanismos de relojería del humor poncelano, pero es que encontrar a Jardiel el ritmo frenético sin cansar, el tono cincuentero sin que suene gracitamoralesco, el punto actual sin salir de los chistes casi de época, no es posible si no se dirige un reparto de profesionales que domina los tiempos y la prosodia como pocos intérpretes actuales parecen capaces.
Por otra parte, crear una escenografía que acoja escenas abigarradas sin resultar excesiva ni anticuada es una tarea que Paco Azorín resuelve a las mil maravillas. Aunque su reproducción especular del María Guerrero casi despista cuando se intenta ver hasta qué punto es detallada, refleja, sin embargo, el trabajo de crear una escena a base de atrezo a la vista de todo el mundo, poniendo de manifiesto, por otro lado, que la ficción del teatro no requiere de grandes decorados. La prueba está sobre este escenario, en el que se recrean una mansión y varios ambientes sin apenas mobiliario.
Puede extrañar o incluso indignar el montaje de una obra de este tipo justo ahora. Es decir, una obra humorística concebida como evasión en una época en que de lo que se trataba es de que la gente no encontrase ideas subversivas en el teatro. Una época actual que parece encaminarse hacia lo mismo. ¿Por qué Jardiel, entonces, hoy? Más cuando su humor anclado en una época, como hemos dicho, no resulta fácil de actualizar. No tengo respuesta, pero he de reconocer que, ya que se hace, merece la pena hacerlo como Ernesto Caballero. Algo que no se puede decir de otros montajes coetáneos que pretenden homenajear al autor.
La única pega de este, si algo sobra, es la absurda justificación pretendida de las ideas políticas de Enrique Jardiel Poncela. Le preguntan si era “facha” y el versionador le planta un texto que no dice ni que sí ni que no, dando a entender que tampoco es que importase mucho. Y es verdad: poco importa. Pero, entonces, ¿a qué cuento intentarlo? En especial, cuando se falla estrepitosamente, en medio de un montaje de la que iba a llamarse Lo que le ocurrió a Pepe después de muerto que, por lo demás, resulta brillante.