Itziar Hernández – La República Cultural
Tercera guerra mundial: es el momento que Paco Azorín elige para situar su versión de Escuadra hacia la muerte. Sin entrar en que, visto lo visto, puede que la estemos viviendo, esta obra podría ambientarse en cualquier guerra o en cualquier momento de esta sociedad nuestra.
Pero, fuera del miedo metafísico a lo desconocido a que nos enfrenta a todos, la función a la que asistí en el Teatro Circo de Murcia me enfrentó a mí, en concreto, a algo más mundano, pero igualmente desconocido: una representación accesible, con sobretítulos para personas con discapacidad auditiva y audiodescripción.
No sé si le pasa a todo el mundo o es deformación profesional, pero no puedo evitar, si hay texto, leerlo y, por supuesto, si tengo la posibilidad, compararlo con lo que se dice. Pensé que eso sería una dificultad para seguir y disfrutar la obra, pero resultó una experiencia muy enriquecedora.
Estando el teatro, como está, sujeto a las diversas circunstancias espontáneas de la función concreta, no deja de sorprenderme que los sobretítulos resulten tan precisos. Así que, con la facilidad que tiene moverse en un mundo digital, me dirigí a la persona que había adaptado la obra (Esmeralda Azkarate) para que me explicase cómo lo hacía.
Seguramente, pensando un poco, resulta lógico que los sobretítulos (y la audiodescripción) se lancen uno por uno, intentando reaccionar, en la medida de lo posible, a la velocidad y la improvisación de los actores; teniendo en cuenta, además, que la velocidad de lectura de los sobretítulos para sordos es algo menor. Así, si los actores aceleran, se lanza menos texto para que se pueda leer bien y seguir la obra sin aturullar a los destinatarios, que, por otra parte, tienen que sacar de dichos sobretítulos también la información sobre la música y los sonidos que acompañan la actuación.
Por supuesto, para preparar los sobretítulos, los adaptadores colaboran con los productores de la obra. Trabajan siempre, si es posible, con el último libro de dirección disponible, aunque manejan, como media, entre cinco y seis versiones diferentes, y también acuden a los ensayos: cualquier pausa afectará a la segmentación del texto que se lanza como sobretítulos o audiodescripción.
No desencajan, además, estos sobretítulos en una escenografía futurista que aprovecha todo tipo de medios sonoros y visuales para transportarnos a un mundo amenazante. Un mundo cuyos miedos provocados iguala, precisamente, a los seis hombres que se enfrentan a la vida, más que a la muerte, en su particular huis clos. Parece apropiado, pues, verla con ayuda de un medio visual más, que iguala a espectadores que, enfrentados a la vida, creen sus miedos diferentes por contar o no con una discapacidad.
Lo que más confunde, de hecho, no es eso, sino los textos de Brecht salpicados como pensamientos fantasmas por el potente texto de Sastre. No seré yo quien quite potencia a Brecht, ni tampoco quien reniegue de un poema que tanto ha citado como A los hombres futuros, pero todavía tengo que entender la relación que tienen, por ejemplo, con el tremendo monólogo de Javier, tan bien defendido por Carlos Martos como según cuentan lo hizo Marsillach en el estreno de la obra.
Y, desgraciadamente, tampoco puedo ser amable con la forma en que Azorín cierra la historia. Si, como él dice, “en esta obra la esperanza lo inunda todo”, me pregunto por qué decide asesinarla en un final que parece acabar con ella mucho más que el original. Aunque, como dice, pretenda que la gente no piense “qué va a pasar sino qué vamos a hacer”, lo que consigue es que, al caer el telón, uno quede con la duda, precisamente, de lo que ha pasado. Y eso, la verdad, no le hace ningún favor a la fabulosa interpretación ni, desde luego, a la tragedia intemporal que Sastre consiguió firmar en 1953.