Julio Castro – La República Cultural
Una figura en penumbra, bata tipo kimono, turbante de diva o de “yo con estos pelos”, alta y altiva, llamativa, estridente, aun con poca luz. Su historia quizá conmueva, y tal vez no quiera conmover, porque sólo es su historia, sólo es descendiente del cabrero, así que es “cabro”, o “de los chupacabras” de su pueblo, explica “que a mí lo de chupara me encanta… pero no cabras, maricón”.
La Segismunda de Claudia Tobo pasa en volandas entre el silencio de barroco Calderón, y el estridente callar de la España profunda. Entre el esplendor del Siglo de Oro, y la oscuridad del encierro de un pueblo donde eres cabrero o haces pan y te vas de putas o a los toros.
En escena Daniel Teba hará los papeles dramáticos, donde el juego que se reparte entre la persecución del chaval en la escuela y la del toro “embolao” en la plaza del pueblo, han abismos para la ternura, y resquicios para el pequeño humor. Completa la escena la excelente voz de Chechu Zeta, que con un cante desgarrador, alterna momentos y espacios, o practica con los personajes de Daniel, de manera que uno rompe la escena de la narración, y el otro quiebra la profundidad de la voz, y así establecen el juego de construcción de la historia.
Contemplar desde tan reducido espacio como el que nos ofrece Claudia para conocer su trabajo en ciernes a unas pocas personas, tenue luz, prominente oscuridad de fondo y lugar de encogimiento, aproxima a la situación de una realidad más patente que latente en poblaciones reducidas, pero que tienen normas tan crueles como falsas. “Cuánta barra metí, cuánta baguet me metieron… cosa extraña que en un pueblo de machos donde son las féminas las que van a comprar el pan”, explica de pasada para que comprendamos la mezquindad.
Y de ahí el encierro y el sueño del Segismundo de Calderón de la Barca, llevado a una situación distinta hasta cierto punto, donde los errores se hacen realidad, en tanto que los sueños son puras pesadillas. Segismunda maltratado, Segismunda apedreado “la profesora mandó a mi madre una carta que decía clarito: Señora enseñe a su hijo a comportarse como un hombre, o nos veremos obligados a pedirle que busque otro colegio. Provoca a sus compañeros, desata su ira”.
La autora y directora utiliza breves fragmentos de Calderón, apenas lo suficiente como para exponer el encierro, demostrar que, siglos más tarde, hay un castigo para ser diferente, que mujer, trans u homo, el silencio se impone en el tiempo, y tras el silencio la persecución, y tras señalar y acosar el castigo, como los toros de fuego.
Establece la obra espacios de personas y tiempos, la madre que quiere lo que quiere su hombre: sólo varones. Qué remedio, quizá porque sabe bien el significado de ser mujer en el pueblo, de arrodillarse a fregar y a lo demás. Pero también la madre que no abandona a quien ama, a su hijo “las madres tenemos lágrimas de las que se secan con la fregona, esas son las de verdad”, dice en su papel.
El padre agrede por la vergüenza en el pueblo, pero más tarde completará la faena con Segismunda. “Detente furia en pegar / cómo es posible aquí, / que un padre que contra mí / tanto rigor sabe usar / que con condición ingrata / de su lado me desvía, / como a un hijo me cría / y como a un monstruo me trata, / y mi muerte solicita”, viene a reclamar Calderón. Pero ya es tarde, porque nada hay por hacer.
Y digo que la autora toma en parte al Segismundo de Calderón, pero apenas por momentos, porque el referente profundiza en lo profundo de nuestra geografía, pero no como excusa ni como ayuda, porque su texto sigue adelante directo hacia el propio personaje. Un reclinatorio acompaña quizá para descansar, quizá porque algunos deban pedir perdón, quizá porque su símbolo ya es habitual. La correa en la mano, los cuernos en la cabeza, las piedras, seguramente, en los bolsillos.
Encontraremos un texto que, de tan vigente y común, o de tan oculto en esta sociedad, es cruel y corriente, y que donde queremos ver (urbanitas y medio burgueses) la sombra de una avance, descubrimos el telón de un presente que no permite la sinceridad del ser “yo os juro que sólo quería hornear pan y besar a mi madre todos los días”, dice Segismunda, mucho antes del fuego, mucho después de la oscuridad, siempre en la persecución de la que ya no huye.