Julio Castro – La República Cultural
Una proyección en la mitad superior del fondo de sala interactúa en paralelo, desde una silla en primer plano, con lo que va a ocurrir en escena. En primer plano, unas calas o lirios de agua blancos, iluminados, cuelgan del techo, al fondo, el tul blanco con luces insertadas queda relegado como a un recuerdo.
Es la pieza de Inés Narváez Arróspide, que parece cerrar así un ciclo en el que la memoria y el recuerdo de quienes han desaparecido de su vida viene marcando las intervenciones escénicas.
El trabajo, de marcado contraste entre los momentos y lugares de luz y los de sombra, conducen a su protagonista (ella misma) a través de sus reflexiones, de sus sentimientos de pérdida, y de los de destrucción dentro de la propia creación. Su danza no pierde fuerza en la comunicación que la convierte en punto de conexión entre el lado del público y el espacio que ha creado en un marco superior y lejano, desde donde sus destinatarios observan, como si desde un Olimpo aguardaran el devenir del tiempo, o el tributo de la coreógrafa.
Desde arriba, la imagen observa, desde abajo la acción se ejecuta, de manera que en determinados momentos los planos se cruzan, enhebrando situaciones y conectándolos entre sí.
La impotencia de la separación puede llevar a la destrucción del símbolo de la muerte, en este caso recogido en las flores. “Eran de lirios los ramos, y las orlas de reseda”, decía José Martí en La niña de Guatemala. Aquí la niña parece abandonada por quienes partieron y enterrada en vida, mientras que la pieza la libera de ese fantasma en este tributo.
Parece que la memoria viene marcando ítems de creación en la escena desde hace un tiempo. El comienzo del siglo, o esta segunda década, parece corresponder más al silencio, al recuerdo, a la investigación sobre el interior, para volcar después su experiencia en lugares explosivos.
La pieza, se compone de varias partes, en las que hay un marcado antes y después, separados por el momento de la disección floral. Mientras uno se dirige más hacia sí misma, otro expresa el dolor. Todo el trabajo tiene fuerza y dinamismo, logra el mayor peso de lo que he visto hasta ahora de la coreógrafa, es una propuesta que logra llenar un gran escenario (que no es fácil), y mantener la tensión y atención durante todo el recorrido. En él me resulta interesante desbrozar la trayectoria artística, y los toques que marcan como los de Carmen Werner, Mónica Runde, El Curro DT…Pero también encontrar que ha ido creando su propia identidad coreográfica.
El abordaje de la escena en este claro tributo, entre picadillo de lirios y reflexiones interiores, que comienza con Souds of silence, de Simon y Garfunkel, que transcurre en un recorrido musical que marca épocas y preferencias interesantes de quienes las habitaban, acabará como acabe, pero con lo que claramente es su propio y silencioso Starway to heaven.