Julio Castro – La República Cultural
Hace unos meses, Alberto García Teresa ponía en esta misma sección el acento en el espacio que distancia habitualmente al público respecto de la obra en el teatro, y apuntaba a la manera del manejo del entorno en el caso de este trabajo, con la que se conseguía romper una parte de ese muro que los separa.
Es cierto que el formato hace un gran trabajo, por medio del cual, teniendo la necesidad de seguir a los personajes por los distintos espacios de este local de Lavapiés (que ahora se llama Turlitava, como la compañía, y que en su momento se llamó La Bagatela), el público se acerca y conecta más con unos actores y unas actrices que lo sirven en bandeja. No obstante, creo que detrás del formato hay, necesariamente, otras cuestiones que facilitan esa labor.
Como una de ellas es el texto de José Cruz, y la dirección y dramaturgia de Álvaro Tejero, hay que detenerse un instante a comprender de qué manera el contenido y la forma de abordar cuestiones como la justicia y la paz tras una guerra civil, pueden tocar las sensibilidades de gente tan dispar como numerosa. Y es que estamos de nuevo (aún) ante el panorama de un lugar sin memoria y sin justicia, de manera que resolver cuestiones básicas como un entierro no dejan de ser complicadas en ciertos parajes de nuestra geografía “patria”.
La manera en que apuntan a lugares comunes no me pasó desapercibida. Quiero decir, que si pensamos únicamente en España, echaremos en falta ciertas precisiones, ya que la forma genérica en que se trata a los personajes y las situaciones dejan resquicios por los que podrían colarse quienes no tienen derecho a incluirse entre las víctimas, y que fueron claros verdugos (acaso aún lo sean, pues ¿cuándo deja un verdugo de ser tal?). Pero es que la narración, sin duda extrapolable a otros países, y aunque tiene peculiaridades de la dictadura sufrida en nuestro país, así como las secuelas que aún perduran en muchos puntos de la geografía ibérica, sería fácilmente transferible, pongamos por caso, a la reciente Argentina, o a muchos lugares de Chile, por no hablar de tantos países de Centroamérica. Y esto me lleva a recordar el planteamiento genérico que se hace en NN12, de Gracia Morales, donde no se quiere centrar la crueldad de las desapariciones en un lugar concreto, a fin de que cualquiera pueda identificar las consecuencias de lo sufrido.
La sencillez, incluso lo precario y, en ciertos casos, la sordidez del entorno que se ha querido recrear, nos llevan a un espacio rural que no quiere o no puede salir del pasado, de los más terribles recuerdos que sirven para mantener a raya a sus gentes. Desde ese punto de vista, quienes que allí moran se consideran a sí mismos “los míos”, pero si nos ponemos en el punto de mira de la mujer que llega al pueblo, de luto, con su negra maleta, esos no son “los suyos”, sino que aquellos se reducen a un montón de fotos y recuerdos que deben enterrarse para encontrar la paz: la que indudablemente no llegó con “la victoria”. Una paz que conlleva dignidad, justicia, y tantas otras cosas que se mencionan o se aluden en escena.
Así, seguir al elenco por las habitaciones por las que evoluciona su historia, además de dinamizar el espacio teatral, hace crecer las relaciones entre los personajes, a la vez que nos adentra en su mundo y en su situación. Si la carga emocional va en aumento a lo largo del trabajo, no sólo se transmite a quienes asistimos pensando que seremos el punto que observa, sino que hay un sentimiento que la compañía carga hasta el final del proceso, que va siendo patente en sus rostros y en el coste de los movimientos, en las reacciones y en la aridez de sus interacciones. Es difícil pasar por un trabajo tan íntimo sin que deje marca durante el mismo… incluso después.
Todos exprimen su papel, y cada cual aporta su riqueza al desarrollo. Los muertos nos guían, ya sea con sus voces, o en la persona de Vicky Peinado, con su atuendo blanco, y sus negros recuerdos que la atrapan en un lugar donde no están los suyos, desde donde quiere influir en preservar la memoria robada… Luna Paredes arrastra un pasado ajeno, una maleta negra, un atuendo negro que la atan a este punto geográfico que no es el suyo… Pero el entorno es difícil, así lo construyen Patricia Domínguez con unos recuerdos que se debaten entre el entierro en la fosa más profunda de su memoria, y el aflorar con el mayor de los dolores, y que la hacen dividirse entre dar una acogida que no puede dar, y aferrarse al odio que le inculcaron. Tampoco es fácil para Paco Puerta y Alberto Basas, que dividen sus respectivos papeles entre quienes generan el odio hacia los otros y quien tiene la necesidad de encontrar la persona que les cambie y les salve. En el fondo, la imposición religiosa (que sirve de argumento secundario, como obligación social), ha calado en todos, salvo en la extraña, de forma que aguardan el signo de un “salvador”, un “mesías” que saque al pueblo de ese limbo que llegó tras “la victoria”. Seguramente, repetirán con él o con ella, el destino de sus libros de fe, sea auténtico o sea falso.
La simbología que se observa tras el texto se traduce en la interpretación, se asume en los personajes y se transfiere por medio de los espacios escénicos al público presente. No es fácil escapar del peso de la obra, no es posible permanecer ajeno al drama, ni sustraerse a la magia de una puesta en escena que, más que levantar a los muertos, levanta a los vivos e incita a reaccionar sin necesidad de hacerlo expresamente.
La iluminación mínima ayuda a la sensación de precariedad, de carencias, de oscuridad interna de los personajes. Los olores y el mobiliario obligan a integrarse, en un cierto momento dan ganas de pedirse un cafelito en la barra de la pensión, de increpar al alcalde, de maldecir al cura, de abrazar a los muertos, de acompañar la herencia de la víctima, pero es esa sensación de oscuridad la que permite dejar que el hilo argumental discurra por su cauce, porque ya estamos dentro de la misma escena, somos los propios fantasmas del recuerdo, o los herederos de ese silencio que clama justicia.
Ignoro dónde conducirá, si conduce a alguna parte, el uso de espacios escénicos de esta manera, creando trabajos “ad hoc”, pero sé que el resultado de este se ha convertido en altamente recomendable. Casi diría necesario.