Julio Castro – La República Cultural
La actualidad social es convulsa, a nadie se le escapa, y dentro del mundo del arte y la cultura hay una traslación de este sentir generalizado a las maneras de comunicarse, así como a las formas e intentos transformadores de la propia sociedad.
Dentro de las propuestas de Escena Contemporánea 2012 hemos podido encontrarnos con ideas críticas y con montajes provocativos, pero la puesta en escena de Javier Montero a través de Teatro de Acción Violenta, seguramente, supera a todas las demás en todos los niveles. Y es que su producto trasciende con mucho al mundo artístico, para ponerse directamente en la mira de lo social, de aquello que persigue la agitación como finalidad principal, provocando un revulsivo entre el público que, en ocasiones, lo percibe con sensación de rechazo y abandona la sala, con mucho cuidado, eso sí, con miedo, diría yo. Y esto último significa que la compañía ha logrado en buena medida aquello que pretendía, ya que la situación socio-política es la que es, no es responsabilidad de quienes la presentan en toda su crudeza. Ni siquiera es responsabilidad suya la de ofrecer la frente y no la mejilla ante las agresiones que se sufren cada día, sea como individuos, sea colectivamente como grupo social.
La elección de estas siete mujeres para protagonizar El ruido y la furia, es otra provocación, ya que la sociedad asume que unas mujeres de más de 60 años (fue el límite más bajo para el casting), deberían llevar una vida tranquila, apacible, familiar… aunque les roben su sueldo, su situación, su mínimo bienestar y su pasado. Aquí demuestran que el rostro mayor y rodeado de canas, nada significa. Si acaso les permite endurecer más aún su discurso.
El inicio de la función no aparenta el desarrollo que luego no s mostrarán: un grupo de mujeres jugando a perseguirse, a saltar a la comba, a lanzar la pelota… frente a esta apariencia, todo se convulsionará en el momento de exponer cada una su situación y su posición individual, o la misma frente al resto.
“Hay que abandonar la legalidad para ejercer la violencia”, es el discurso, la línea argumental que van desarrollando, con motivos, con propuestas, con la intención de no crear y recrear lo mismo que ya conocemos y con lo que tragamos, sino de eliminar y barrer cualquier vestigio de sociedad y cultura que nos anclen, pero sin ofrecer una alternativa preconcebida, a fin de que nada sea igual de viciado que lo actual. Desde cualquier punto de vista en sus coordenadas van exponiendo realidades que la sociedad asume y traga cada pedacito de día: una Diógenes que agrede con su ruido y con los materiales que tira desde su carro de madera, una maga en la cocina que incluye “ingredientes secretos” que “colocan”, una mujer que dirige su esoterismo a otros menesteres y con otras perspectivas que se ríen de todo… Cada una tiene su discurso, trata de involucrar al resto, pero no siempre es posible, dado que ven problemas diferentes y no tratan de crear un grupo social. Cada tanto, Sheila Hayworth, una de las integrantes del elenco, suelta un discurso filosófico en inglés, con líneas de caos y desolación que están reflejando nuestra realidad.
Ese “limbo” de la cultura, que tanta gente busca para esconderse de las miserias y de las atroces realidades de sus vidas, se pone en solfa al encontrar que también aquí hay un montón de verdades que escuchar. Y ese lugar común en el que ver cómo otras personas nos “descargan” nuestra adrenalina y diluyen problemas irresolubles por sí solos, se convierte en un espacio que pide, que exige la revisión de todo, en este caso la destrucción de todo, para comenzar de nuevo. Es incómodo, es la línea de la Liddell, es irreverente, no sólo con el sistema al que critica o, mejor, agrede e incita a agredir, también con el público. Y es que, desde el contenido hasta el diseño escénico con un atrezzo que quiere ser pobre y escaso en sus materiales, hasta el modo de vestirse (o de desvestirse) de sus actrices, llega a un nivel que para algunas personas que se cierran a otras posibilidades, se hace incomprensible y se van.
Finalizando el espectáculo, el paripé de los aplausos arrastra a quienes no pueden más y se arrancan antes de tiempo. Acabado todo, una de las mujeres del reparto comenta “¡y todavía aplauden!”. Tiene razón, hay mucha falsedad incluso entre la gente más próxima.