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La niñera de Dickens - LaRepúblicaCultural.es - Revista Digital

En 1850 Dickens fundó una revista semanal, Household Words, que tomaba su nombre del Enrique V de Shakespeare: “Familiar in his mouth as household words”. Estas palabras cotidianas se redactaban en una oficina instalada en el 16 de Wellington Street North, una calle pequeña y estrecha junto al Strand. “Era”, escribió, “un lugar muy bonito, con la parte delantera inclinada y un arco que arrojaba un torrente de luz”. El bajo precio de la revista (costaba dos peniques) la hacía apta para el gran público, y desde el principio se orientó hacia temas sociales. En ella escribió Dickens numerosos artículos sobre la vivienda, la salud, la educación y los accidentes laborales. Del optimismo que reinaba en aquellos duros tiempos, y que se basaba en las reformas entonces en curso de las que debían beneficiarse las clases humildes y trabajadoras, es testimonio el texto de presentación aparecido en el primer número de la revista, en el que se hablaba de la agitación de la época, de la creencia en el progreso de la humanidad y “del privilegio de vivir en este verano del amanecer de los tiempos”.

La niñera de Dickens

Una lección tomada de la narrativa popular

Household Words
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Household Words

Uno de los semanarios fundados por Dickens, en 1850

Household Words
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Household Words

Uno de los semanarios fundados por Dickens, en 1850

José Ramón Martín Largo – La República Cultural

En 1850 Dickens fundó una revista semanal, Household Words, que tomaba su nombre del Enrique V de Shakespeare: “Familiar in his mouth as household words”. Estas palabras cotidianas se redactaban en una oficina instalada en el 16 de Wellington Street North, una calle pequeña y estrecha junto al Strand. “Era”, escribió, “un lugar muy bonito, con la parte delantera inclinada y un arco que arrojaba un torrente de luz”. El bajo precio de la revista (costaba dos peniques) la hacía apta para el gran público, y desde el principio se orientó hacia temas sociales. En ella escribió Dickens numerosos artículos sobre la vivienda, la salud, la educación y los accidentes laborales. Del optimismo que reinaba en aquellos duros tiempos, y que se basaba en las reformas entonces en curso de las que debían beneficiarse las clases humildes y trabajadoras, es testimonio el texto de presentación aparecido en el primer número de la revista, en el que se hablaba de la agitación de la época, de la creencia en el progreso de la humanidad y “del privilegio de vivir en este verano del amanecer de los tiempos”.

Household Words se editó hasta 1859, año en que Dickens fundó una nueva revista, All the Year Round, que tras su muerte en 1870 pasaría a ser dirigida por su hijo mayor, y que también tomaba su nombre de una cita shakesperiana, esta vez de Otelo: “The story of our lives, from year to year”. Ambas revistas venían a ser una especie de miscelánea en la que se publicaban artículos sobre asuntos de actualidad, frecuentemente sin firma, así como gran número de relatos (algunos de ellos del propio Dickens) y novelas por entregas. Entre éstas figuran algunas que hoy son clásicos de la literatura victoriana: Tiempos difíciles e Historia de dos ciudades, del propio Dickens, Norte y Sur, de Elizabeth Gaskell y La piedra lunar, de Wilkie Collins, por mencionar sólo algunas.

Gran parte, por no decir la totalidad, de la obra de Dickens es producto de la conciencia que tenía de “la necesidad de reformar una sociedad que hace de la infancia algo feo, atrofiado y lleno de dolor; que convierte a la edad madura en vejez y a ésta en imbecilidad; y que de la pobreza hace la desesperanza de todos los días”. Esta conciencia, en el caso de nuestro autor, se formó ya en la infancia, una edad que para Dickens estuvo lejos de ser feliz y que, en parte como exorcismo de sus propios fantasmas y en parte porque observaba que las condiciones en que la misma debía desenvolverse no habían mejorado mucho, llegó a ser uno de sus temas preferidos. Las revistas mencionadas más arriba, entre los relatos sobrenaturales a la moda y las narraciones de misterio que también eran del gusto de los lectores victorianos, muestran algunos ejemplos de creaciones de Dickens con tema infantil, especialmente un relato titulado El Capitán Asesino y el Pacto con el Diablo, en el que este autor poco dado a dejarse ver por sus lectores rememora sus primeros pasos en la literatura.

Sólo un escritor sabe lo mucho que su primer conocimiento de la ficción literaria determina su vida y su obra, un conocimiento que pertenece a la intimidad del autor, que se conserva pudorosamente y del que nunca se reniega. El recuerdo de las primeras lecturas de Dickens nos lleva a los únicos años de su infancia que vivió despreocupadamente, los que pasó en Chatham, en el condado de Kent, adonde su padre, empleado de una compañía naval, fue enviado desde Portsmouth en 1816. Allí el Dickens de cinco años pudo ejercer brevemente de niño. Aquella floreciente ciudad ribereña disponía de un importante astillero y otras instalaciones navales, hoy desaparecidas, además de vastas extensiones de campo en las márgenes del Medway, a lo que hay que añadir su proximidad a Rochester y a su imponente castillo, abierto a la exploración infantil. Unos años más tarde, instalados ya los Dickens en un suburbio de Londres, su padre iría a prisión por deudas, y a sus doce años Dickens debería abandonar los estudios para trabajar en una fábrica de betún. En la sórdida y hostil Londres, no es difícil imaginar el sentimiento que guardaría Dickens de su primera infancia, en especial de los años pasados en Chatham, donde conoció la literatura antes de empezar a leer.

No existen muchos lugares que me guste tanto volver a visitar, cuando estoy ocioso, como aquellos en los que nunca he estado”, escribe Dickens en el relato El Capitán Asesino y el Pacto con el Diablo. A lo que sigue una enumeración de los lugares que frecuentó por medio de la lectura: la isla de Robinson, las montañas pirenaicas repletas de manadas de lobos, la cueva de los bandidos en la que vivió Gil Blas, la habitación en la que Don Quijote leía sus libros de caballerías, Damasco, Bagdad, Lilliput, Abisinia, el Ganges, el Polo Norte, “y muchos otros cientos de lugares en los que nunca estuve, aunque mi obligación sea mantenerlos intactos, y a los que siempre estoy volviendo”. Iniciadora en estos mundos de la fantasía, y anterior a ellos, pues Dickens era todavía iletrado, fue una joven, protagonista del recuerdo “de una vez que estuve en Dullborough, visitando a mis amigos de la infancia”. Por esta joven, de la que sólo conocemos su nombre, sospecha Dickens varias décadas más tarde “que, si todos pudiéramos controlar nuestras mentes, hallaríamos a las niñeras responsables de la mayor parte de los rincones oscuros a los que nos vemos forzados a volver contra nuestra voluntad”.

La joven niñera narra a Dickens el cuento del Capitán Asesino, una especie de Barba Azul que tenía como máxima aspiración el matrimonio, pero que también era secretamente aficionado a devorar a sus esposas en la misma noche de bodas. Solía cortejarlas en un coche de seis caballos, que cambiaba, el día de la boda, por un coche tirado por doce corceles de un blanco inmaculado, los cuales tenían una mancha roja en el lomo, mancha causada por la sangre de las jóvenes novias asesinadas. Y Dickens nos informa: “A este pasaje tan terrible debo mi primera experiencia personal de estremecimiento y sudor frío recorriéndome la frente”. Y añade: “La joven que me dio a conocer esta historia parecía sentir un disfrute perverso observando cómo me invadía el terror. Recuerdo que solía comenzar su relato con un rasgueo de garras en el aire con ambas manos, a modo de obertura introductoria, tras lo cual profería un prolongado y espeluznante alarido”.

La segunda historia que le narró la niñera tenía como protagonista a Chips, carpintero de barcos. “Todos en la familia se llamaban Chips”, recuerda Dickens. “Chips el padre se había vendido al Diablo por una tetera de hierro, un puñado de clavos de a diez peniques, media tonelada de cobre y una rata que podía hablar”. También Chips hijo se vende al Diablo de la misma forma y por el mismo precio. Y un día que está colocando unas planchas de madera en un viejo barco, en sustitución de otras que se han comido las ratas, su nueva posesión, la rata que puede hablar, profetiza: “Volveremos a comérnoslas, y dejaremos que entre el agua y ahogaremos a toda la tripulación, y nos la comeremos también”. Más tarde las ratas parlanchinas se apoderan del dormitorio de Chips, se le meten dentro de la cama y anidan dentro de la tetera, dentro de la cerveza, y hasta en las botas. Enloquecido, el pobre Chips pierde el trabajo y debe embarcarse, lo que aún agrava su situación, ya que las ratas terminan por enviar la nave a pique.

La misma muchacha que me contaba estos cuentos (posiblemente surgida de aquellas brasas que parecen existir con el único propósito de atribular las mentes de los hombres cuando empiezan a investigar los lenguajes) pretendía convencerme de que todas aquellas historias habían tenido como protagonistas a sus propios parientes”. Otros de sus cuentos trataban sobre un ser sobrenatural, un perro negrísimo que se le aparecía a una moza de servicio que iba a buscar cerveza; y sobre otra muchacha, una aparecida que surgía de una urna de cristal y reclamaba, a la propia niñera, que diese sepultura a sus restos…

Sin duda, el terror sufrido por el pequeño Dickens al escuchar estos relatos, hábilmente acompañados por su excelente narradora por gestos, cambios en el tono de voz, e interpolados además en la misma realidad, debió ejercer una poderosa fascinación en el oyente, como atestigua el hecho de que tales relatos quedaran grabados en su memoria, y tuvieron que predisponerle para su posterior formación, primero como lector y después ya como autor. Pues ciertamente nunca llegaremos a evaluar con justicia la función que el relato popular, la narración oral combinada con el juego, la mímica y otros rudimentos del teatro, han desempeñado en la formación de la cultura de los pueblos, de su literatura y de los maestros de la misma. Ni llegaremos quizá a comprender el valor que tuvieron nuestros primeros narradores, como estas niñeras hoy desaparecidas o como los padres y abuelos, los de hace décadas, ya que los de nuestro tiempo han dejado el arte de contar historias en manos de la televisión.

Su niñera enseñó a Dickens una lección que éste nunca olvidaría: la de la eficacia, la economía de medios y la verosimilitud que requiere un relato cuyo objetivo último no es otro que el de emocionar. Y si finge en su narración un rechazo de los métodos de la muchacha, inspirándose para ello en la moderna pedagogía y en sus convicciones reformadoras, tampoco puede ocultar su admiración por esa persona que le introdujo en el arte de conmover al lector. “Aquella narradora”, escribe Dickens, “reaparece en mi memoria transmutada. Su nombre era Piedad, aunque conmigo no tuvo ni la más mínima”.

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