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Sobre el teatro, de Antón Chéjov - LaRepúblicaCultural.es - Revista Digital

A iniciativa de la editorial Naúka, que hasta la disolución de la URSS perteneció a la estatal Academia de Ciencias de ese país, iniciada en 1974 y concluida una década más tarde, la publicación de las Obras Completas de Chéjov reunió en total treinta volúmenes, de los que una parte estaba dedicada a sus artículos en la prensa y a su correspondencia. Hoy sabemos que dicha colección está incompleta, en primer lugar porque mucha de su obra juvenil, de los relatos humorísticos y las crónicas satíricas de la vida rusa que escribió bajo el pseudónimo de “Antosha Chejonté” y quizá bajo otros pseudónimos, no ha sido localizada, y en segundo porque un buen número de sus cartas se ha perdido. Dicha edición, pese a ello, es hoy ya clásica y constituye una fuente inagotable de información sobre la vida y la obra de Chéjov, pues reúne gran cantidad de textos autógrafos de los que algunos, poco a poco, van viendo la luz en Occidente. Es el caso de estos que componen el volumen Sobre el teatro: artículos y cartas, que proceden de una selección realizada por dos especialistas en la obra de Chéjov, responsables de su edición en alemán, Jutta Hercher y Peter Urban, y que ha publicado entre nosotros la editorial Libros del Silencio.

Sobre el teatro, de Antón Chéjov

Una selección de artículos y cartas del autor ruso

Sobre el teatro: artículos y cartas
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Sobre el teatro: artículos y cartas

Portada del libro con textos de Antón Chéjov

Sobre el teatro: artículos y cartas
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Sobre el teatro: artículos y cartas

Portada del libro con textos de Antón Chéjov

DATOS RELACIONADOS

Título: Sobre el teatro: artículos y cartas
Autor: Antón Chéjov
Prólogo: Lluís Pasqual
Traducción: Raquel Marqués
Editorial: Libros del Silencio
Primera edición: 2011
Formato: 21 x 14 cm. 398 páginas
ISBN: 978-84-937856-8-0

José Ramón Martín Largo – La República Cultural

A iniciativa de la editorial Naúka, que hasta la disolución de la URSS perteneció a la estatal Academia de Ciencias de ese país, iniciada en 1974 y concluida una década más tarde, la publicación de las Obras Completas de Chéjov reunió en total treinta volúmenes, de los que una parte estaba dedicada a sus artículos en la prensa y a su correspondencia. Hoy sabemos que dicha colección está incompleta, en primer lugar porque mucha de su obra juvenil, de los relatos humorísticos y las crónicas satíricas de la vida rusa que escribió bajo el pseudónimo de “Antosha Chejonté” y quizá bajo otros pseudónimos, no ha sido localizada, y en segundo porque un buen número de sus cartas se ha perdido. Dicha edición, pese a ello, es hoy ya clásica y constituye una fuente inagotable de información sobre la vida y la obra de Chéjov, pues reúne gran cantidad de textos autógrafos de los que algunos, poco a poco, van viendo la luz en Occidente. Es el caso de estos que componen el volumen Sobre el teatro: artículos y cartas, que proceden de una selección realizada por dos especialistas en la obra de Chéjov, responsables de su edición en alemán, Jutta Hercher y Peter Urban, y que ha publicado entre nosotros la editorial Libros del Silencio.

Más allá de la información que el libro proporciona acerca de, por ejemplo, la gestación y los primeros años de vida del Teatro del Arte, que Stanislavski fundó en 1897 junto a Vladímir Nemiróvich-Dánchenko, y que habría de estrenar algunas de las obras de Chéjov, el libro contiene no pocas indicaciones de éste acerca del modo en que esperaba que se representasen sus obras, lo que puede ilustrar la concepción que nuestro autor tenía del teatro, y, de paso, servir de útil guía para intérpretes y directores actuales. Uno de ellos, Lluís Pasqual, autor del prólogo del presente volumen, comparte con el lector algunas de sus anotaciones tomadas con motivo de los montajes que él mismo ha hecho de las obras del autor ruso. En una de ellas, referida a la producción del Teatre Lliure, en 2000, de El jardín de los cerezos, escribe: “Chéjov admira, conoce, practica y de un modo expreso afirma varias veces con respecto a esta obra la estructura infalible y de mecanismo de relojería de vodevil, que le servía además como continente poético de lo que él afirmaba escribir: comedias que provocaran el estupor y la risa como reacción higiénica ante una realidad que sólo podía contemplarse con una sonrisa inteligente”. A ese mecanismo de relojería de vodevil y a su consecuencia, la sonrisa inteligente, alude precisamente Chéjov, como el ideal de su producción dramática, en algunas de las cartas aquí recogidas.

Como indica el subtítulo, el libro se compone de dos partes, la primera dedicada a los artículos con tema teatral que Chéjov redactó entre 1881 y 1893, y la segunda a la correspondencia sobre el mismo tema que mantuvo hasta poco antes de su muerte. Sus páginas pueden leerse como casi una autobiografía en la que el autor reflexiona acerca del panorama ruso del teatro en su tiempo, una reflexión práctica que no excluye los consejos a otros autores; y a la vez como testimonio de su propia y no siempre satisfactoria experiencia en el mundo de la escena.

Que, en efecto, “odio el teatro”, que “no tengo nada que ver con el teatro” y que “nunca más volveré a escribir teatro” son frases que se repiten con frecuencia en las cartas de Chéjov, unas frases, como la mezcla de sentimientos encontrados que subyace a ellas, que alcanzan su apogeo en 1896 cuando el estreno de La gaviota en el Teatro Alexandrinski de San Petersburgo se salda con un estrepitoso fracaso, tras el cual escapó a Moscú, furibundo y sin despedirse de nadie. El autor de La gaviota, obra que más tarde sería un gran éxito al ser representada por la compañía de Stanislavski, ya había protagonizado estampidas semejantes, aunque por lo general las disfrazase con la excusa de los cuidados que requería su maltrecha salud, aquejada por la tuberculosis que contrajo a los veintisiete años. Esto explica las cartas que envía a Moscú durante los ensayos de sus obras, en las que da precisas indicaciones acerca del reparto, la dirección y los decorados, pero todo ello desde su apacible “exilio” en Yalta, en Crimea, lejos de esa perturbadora plaga de comediantes que en Moscú y en San Petersburgo le fastidiaban con sus peticiones, cumplidos, envidias y caprichos. Nunca, realmente, creyó Chéjov que sus obras fueran entendidas ni por sus colegas del teatro ni por la intelligentsia rusa, ni siquiera por Stanislavski, quien sin embargo hizo que sus representaciones, primero de La gaviota, y luego de Tío Vania, Las tres hermanas y El jardín de los cerezos, alcanzaran el éxito, lo que le permitió ser reconocido como el mayor de los dramaturgos rusos. Y es que ese prodigioso autor de relatos que era Chéjov, que sobre éstos tenía un poder omnímodo y en particular el de ponerles el punto final “para después olvidarme de ellos”, no se acostumbró a esa otra forma de creación colectiva y tumultuaria, siempre susceptible de ser revisada con vistas a la próxima función, que es propia del teatro. Éste, en fin, no es sólo escritura, ni siquiera principalmente, lo que debió aprender Chéjov muy a su pesar en aquella noche nunca olvidada del estreno petersburgués de La gaviota, cuando comprobó por sí mismo que un excelente texto inadecuadamente puesto sobre las tablas es nada, menos que nada. A este respecto resulta curioso comprobar cómo las razonables quejas de Chéjov se asemejan a las de muchos que posteriormente han escrito para el cine.

Los motivos de que la obra de Chéjov no fuera bien entendida en su época son complejos, y a ellos se refiere en sus cartas. En los años en los que escribe Chéjov, y desde hacía décadas, la figura del intelectual ruso excedía ampliamente a las funciones que hoy se consideran propias del escritor, virtudes que entonces eran encarnadas por León Tolstói. Éste era un reformador y de hecho un líder político y espiritual, dotado de una aureola casi religiosa. La razón de ello es que el escritor ruso, cualquiera que fuese, estaba sometido al deber de mostrar y dar respuesta a los sempiternos problemas de la nación rusa. Por el contrario, Chéjov insiste una y otra vez en presentar cada una de sus obras (y es más: cada uno de sus personajes) como otras tantas preguntas, dejando las respuestas a la conciencia del lector y el espectador. Así, Chéjov renuncia voluntariamente, y por naturaleza, pues tal rasgo estaba completamente ausente de su carácter, a ejercer el liderazgo moral que se esperaba de él. ¿Pero es que acaso la pregunta no tiene ya un componente moral? En realidad, para Chéjov, la respuesta adecuada, de existir, carece de la eficacia social que ya está inscrita en la capacidad de hacer la pregunta correcta.

Chéjov poseía algo más que intuiciones acerca de la renovación y el futuro del teatro, tarea, ésta sí, que él entendía como colectiva y en la que era consciente de ocupar un lugar de privilegio. Leyendo sus cartas, resulta sorprendente la claridad y la sencillez con que nuestro autor señalaba el camino que seguiría el teatro, claridad y sencillez que, por lo demás, siempre persiguió en su propia obra. En un artículo de 1882 escribe: “Shakespeare debe representarse en todas partes, aunque sea sólo para airear, si no para dar una lección o con miras a cualquier otro fin más o menos elevado”. En otro lugar, en respuesta a una escritora que le reprocha buscar sus temas y personajes en el estercolero humano, escribe: “La literatura artística se llama artística porque pinta la vida tal como es en realidad. Su objetivo es la verdad absoluta y honrada. El literato no es ni un pastelero, ni un maquillador ni alguien que se dedica sólo a entretener… Es como un reportero”. A lo que más tarde añade: “La tarea del escritor consiste únicamente en reflejar quién, cómo y en qué circunstancias habla o piensa [el personaje]”.

Casi con la única excepción de Gógol, nuestro autor aconsejaba que se representase sólo a autores contemporáneos que trataran igualmente temas actuales, lo que le convirtió en un introductor en Rusia de la obra de Gerhart Hauptmann y en el primer mentor de Gorki, cuyas obras Los pequeñoburgueses y Los bajos fondos contribuyó a estrenar en el Teatro del Arte. Esa actualidad que reivindicaba Chéjov, en la que vagamente se vislumbraban futuros cambios, es la misma que está presente en la lenta y difícil configuración de sus personajes, a la que mediante estas cartas podemos asistir de primera mano, personajes que tenían ya a su intérprete óptimo en la imaginación del autor (aunque no siempre su deseo se llegara a materializar en la escena), y que vienen a ser testigos de la propia y cambiante actualidad de Chéjov. Éste, que en una ocasión reclamó a su hermano Alexandr Pávlovich, dramaturgo en ciernes, “dale gente a la gente; no le des a ti mismo”, acaso consintió en que un rasgo propio transitara entre la ingente variedad de caracteres de su obra, un rasgo por otra parte muy extendido en su tiempo (si no en todos) y al que se refiere a menudo en su correspondencia: el del hombre cultivado, miembro de esa esfera propiamente rusa a la que en el siglo XIX se daba el nombre de intelligentsia, persona con un fuerte sentimiento de responsabilidad social que tiene que ver cómo con frecuencia sus ideales de juventud son sustituidos por lo que él llama “el cansancio ruso”, una forma que no era sólo nacional de asumir el desencanto y la propia abdicación frente al compromiso civil. De esa abdicación adulta procedería cierta nostalgia de la juventud y un apenas escondido sentimiento de culpa, temas ambos que no son extraños a los personajes de Chéjov, tanto de su teatro como de su narrativa.

Lo dicho hasta aquí no agota ni remotamente el universo chéjoviano que se condensa en estas páginas, y que incluye jugosos comentarios acerca de las dos grandes divas internacionales del momento, a las que Chéjov pudo ver interpretar hallándose ellas de gira por Rusia: Sarah Bernhardt le decepcionó profundamente, no siendo a su juicio sino una actriz de gran técnica pero carente de talento, favorecida por una estruendosa campaña publicitaria. Muy otra fue la impresión que le causó Eleonora Duse, que le hizo comprender “por qué el teatro ruso es aburrido”.

De Chéjov, este autor del que el presente libro nos muestra una imagen apenas conocida, nos falta aún la traducción de las cartas relacionadas con su narrativa. También él, al examinar el estado de la literatura de su país y de su tiempo, llegó a la conclusión de que “nos falta algo, es cierto; como si levantáramos la falda a nuestras musas y no viéramos más que una superficie plana. Recuerde que los escritores que llamamos eternos o simplemente buenos, y que nos embriagan, tienen una única característica en común, y muy importante: van en dirección a algún sitio y nos llaman hacia allí”. Unas palabras que muy bien pueden aplicarse a nuestro propio tiempo y al lugar que hoy corresponde a quien las escribió.

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