Julio Castro – La República Cultural
“¡Pum! Un tiro y se acabó, y si hacen falta más, más”. Hace treinta años moría la madre de los hermanos Izquierdo en Puerto Hurraco, un pequeño pueblo de Badajoz sumergido en aquella otra “España Profunda” de la que apenas se hablaba. Dos años después uno de los hermanos Izquierdo, Jerónimo, decidió tomarse por su mano una supuesta segunda venganza contra los Cabanillas: ya había asesinado a Amadeo por un problema de lindes tras el que se ocultaba el rechazo a Luciana, hermana del anterior. Pero ahora se trataba de culpar del incendio del domicilio familiar, y de la muerte de la madre.
Un reto en la dirección
Iván Ugalde se lanza a dirigir la recreación teatral de este drama, en el que no hay origen ni solución lógica, porque todo proviene de una historia de esas que en nuestro país aún podemos encontrar. Esa España rural en la que no se ha querido dejar que entre la luz como debiera, ni se deja que caminen hacia una vida mejor. Es difícil y cruel, es una puesta en escena dura y de arriesgado cumplimiento, creo que Iván se lanza a un vacío que logra llenar entre los espectadores, de manera que cada intersticio del espacio en el que se estrena (El Umbral de Primavera), está ocupado por un pedacito de odio, sinrazón, violencia y acritud de los personajes que protagonizan la obra… no, que protagonizaron esta historia.
Creo que es el debut de Iván Ugalde como director, y no se lo ha puesto fácil a sí mismo con el tema ni con el texto. Es posible conocerle en las tablas por Exhumación, Peceras, Elepé o Muere Numancia, muere, con The Zombie Company y Carlos Be, o por Eduardo II con La Saraghina de Stalker, Sumergirse en el agua, La Familia con Factoría Teatro, y Pudor, con Silvia de Pe, o Ayer, de Helena Tornero, y otras, también en un tono más comedia y sea como sea, siempre crítico. Lo que ahora muestra es una faceta bien diferente, pero en la que me parece reconocer ese conjunto del recorrido realizado, y el resultado de la persona que se encuentra siempre donde hay esa necesidad de decir algo.
El oscuro mundo de aquella España… o ésta
“¡Pum!” sigue recitando Luciana (a la que da vida Elena Altur) como una letanía de loca, con la mente ida, pero fija en la llama de la lamparilla que porta, en la oscuridad de la nada, en el público que la rodea como fantasmas, en la necesidad de incitar a sus hermanos de poca mente “Un tiro y se acabó, y si hacen falta más, más”, continúa. No es muy comprensible su historia o su razonamiento, pero pasea el espacio, rodea al público, va dando paso en la penumbra al resto de personajes. La sigue su hermana Ángela (Ana Feijóo), encendiendo y apagando bombillas, apareciéndose… los hermanos siempre a la zaga, como arrastrados por la voluntad de ellas.
Luciana incita a sus hermanos, Antonio y Emilio (Manuel Domínguez y Paco Gámez) a tomar sus escopetas de caza. “A defender la tierra y la propiedad privada”, dice “y los del pueblo a callar, como siempre, callarán”.
A la vez, nuestro pueblo es morboso y cotilla, porque no hemos dejado muy atrás esa cultura, así que cada detalle pasó por la prensa, sin necesidad de intentar conocer motivaciones, sólo hechos: así se vivía, así se comunicaba. El trabajo de la compañía da pie a observar a cada individuo, sin juzgar sus motivos, sin intentar comprenderlos, pero sabiendo que cada uno alberga su propia locura, sus particulares deseos de destrucción, y que alguien debió verlos llegar en su momento.
Esa es una de las principales y más difíciles tareas de la puesta en escena: acometer a cada personaje, descomponerlo, situarlo en su “yo” y ser capaces de hacer que el público lo mire como ser aislado en una tragedia colectiva, que ellos mismos generan y que nadie más compartirá.
Antonio, el más limitado de los hermanos, y Emilio cazan, o hacen que cazan con sus Franchies, cuando en realidad sólo discuten y ven el sol teñirse de rojo. Lo que para ellos es sol, para las hermanas es luna que enrojece: unos cazan y matan por el día, las otras urden su locura por la noche. “Mi madre clama venganza desde las tripas de su hijo”, dicen antes de lanzarse a la masacre.
En ocasiones me pregunto si esa España desapareció, o sigue ahí amagada…
El uso del espacio y los símbolos
El diseño del espacio es complicado pero propicio para este juego. La oscuridad logra centrarnos en las escenas, pero hábilmente, los personajes van conduciendo de uno a otro momento, de una secuencia a la siguiente y entregarnos en el espacio que viene. Es un recorrido diseñado en espiral entorno al espectador, en el que cae una lluvia de ideas oscuras, de difícil conexión en ese mundo incoherente de los perturbados mentales que ya sólo son proyectil contra otros cuerpos.
Es inevitable la referencia a la santería y a la parafernalia popular en este sentido y, especialmente, en la época y el lugar, pero no se recrea en ello, porque las motivaciones, si bien justificadas internamente en un deber casi religioso, van mucho más allá de estas cuestiones.
“Yo creo a mi manera”, dice uno de los hermanos al otro “en el santo patrón del pueblo […] en los ángeles,… en las estampitas amarillas”, como si fueran lugares comunes “estampitas amarillas como las de mamá”: y ahí está el auténtico lugar común, el que les guía a matar.
Se juega a dos mundos separados, que conectan en la tragedia, el de las hermanas y el de los hermanos, se ridiculiza el trato ante la justicia, como una comparación de la locura de ellos frente a la locura de una sociedad que quiere conducirlos al raciocinio mediante un proceso que no puede serlo. Nos muestran la conexión de Luciana con uno de ellos, de Ángela con el otro, en una sugerencia de relación que va más allá.
A Manuel Domínguez también hemos podido verle en El examen de los ingenios, y en un estupendo Calderón para público familiar Segismundo, el príncipe prisionero, que está funcionando muy bien. Indudablemente este es un papel muy distinto a los anteriores, que le hace trabajar un registro opuesto en todos los términos (quizá excluido el de la locura).
He podido ver a Paco Gámez en El examen de los ingenios, pero también en un Strindberg dirigido por Rodolfo Cortizo en la compañía La pajarita de papel, con un mundo también muy oscuro y perturbado, curiosamente cercano a estos crímenes, aunque con argumento muy diferente: La danza de la muerte.
No tengo referencia personal de las actrices (pero seguro que las habrá más adelante), más allá de lo que veo, y su manera de introducirse en los personajes arrastrando al espectador.
Son personajes que se salen de los tópicos, pero que consiguen contar una historia de la barbarie reciente, de una violencia atroz, pero fuera de lo corriente. Un cuarto de siglo después de la masacre causada por los hermanos, la historia sigue moviendo pasiones, ahora a través del teatro.